La ciudad de los amargados

Hay dos puertas, una al lado de la otra. Las dos dan al mismo espacio. Son iguales, pero una dice entrada y la otra salida. Si uno entra por la segunda, o sale por la primera, inmediatamente aparece el guardia para poner el orden y mandar al peligroso infractor a entrar por donde dice entrada y salir por donde dice salida. “Es por razones de seguridad” – argumentan. La mezcla de aburrimiento y falta de criterio nos quita años de vida.

La ciudad de los amargados

Después de observarlos durante años, he llegado a la conclusión que los miembros de la tribu de personajes que gusta de pegarse costalazos en nuestras calles y parques a bordo de bicicletas, patines y patinetas son esencialmente inofensivos. O al menos no son mucho más peligrosos que el resto de los usuarios del mismo espacio público. Los he mirado bien, y generalmente esperan que pase toda la gente antes de hacer su doloroso espectáculo, conducta bastante más civilizada que la de la mayoría de los automovilistas de la ciudad en que vivo. Si por su ruta se cruza alguien que camina muy lento o se desplaza en silla de ruedas, entonces esperan con toda calma, sin apurar a nadie ni poner mala cara, que al parecer la prisa no es un gran tema en sus vidas. Filosofía simple: si uno no los molesta, ellos tampoco lo molestan a uno.

Tienen un solo problema: son demasiado libres, demasiado informales, ocupan el espacio público de una manera que jamás fue pensada por quien está a cargo de él, y eso molesta a algunos que nacieron para prohibir, para amargarle la vida a los que se salen del molde a seguir. Abundan en nuestras reparticiones públicas: son quienes gustan de revisar nuestros bolsos, de pedirnos identificaciones, de colocar flechas, de poner letreros de no pisar el césped (no les gusta la palabra pasto), de prohibir tomar fotos. Por eso les choca que exista un grupo que viva la ciudad de manera distinta, y como aparte de amargados son flojos, prefieren que sea un elemento inanimado el que haga la labor de sacar a los rebeldes de escena. En este caso se trata de una barrera de plástico, que todos los días hace su aparición a eso de las siete de la tarde en el centro de Coyoacán para bloquear una rampa que es la favorita de los jóvenes acróbatas urbanos. Se joden los jóvenes, se jode la gente que necesita la rampa, nos jodemos los que gustamos de gozar de espacios sin estorbos. No importa: se mantiene el orden, o la idea que los amargados tienen del orden: un espacio momificado donde cualquier expresión de libertad es considerada sospechosa (vienen a mi mente las patrullas policiales vigilando a la distancia el subversivo picnic sobre el Viaducto de hace algunos días).

Vivimos en una ciudad donde las jardineras no son jardineras, sino dispositivos para evitar la instalación de ambulantes, donde los parques no tienen pasto quizás para evitar el terrible problema de la gente que gusta sentarse sobre él. Una ciudad donde algunos hacen literalmente lo que les da la gana, pero otros –más pacíficos, menos agresivos- deben ganarse a pulso un espacio que legítimamente les pertenece. Una ciudad cada vez más llena de barreras, de cercos, de alambrados y cámaras para controlar a personas que cada vez son menos ciudadanos.

Palabras al cierre

Se prohíbe rezar, estornudar / escupir, elogiar, arrodillarse / venerar, aullar, expectorar.

En este recinto se prohíbe dormir / inocular, hablar, excomulgar / armonizar, huir, interceptar.

Estrictamente se prohíbe correr.

Se prohíbe fumar y fornicar.

Nicanor Parra, Advertencias

 

1 Comentario en La ciudad de los amargados

  1. El viernes pasado estuve en el Museo de la Memoria, frente a la Quinta Normal, y cuando iba saliendo, apareció sorpresivamente un grupo de unos 10 skaters, que bajaron velozmente por la rampa de escala urbana que baja hacia el acceso al edificio. Aunque sé que el lugar tiene toda una carga simbólica, no pude evitar pensar que fue el mejor uso que he visto de de esa gigantesca explanada de cemento. Los guardias no pensaron lo mismo.

    No se si el uso libre de la ciudad y sus espacios sea un derecho humano; pero de ser así, en ese museo se atropella ese derecho día a día.

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