El gato kamikaze y el incendio de edificios históricos
Cuando publiqué este artículo en el boletín temático de Ciudadanos en Red me llovieron las críticas, las que me acusaban de se ser una mente enferma que hace apología del maltrato animal y provee ideas para la comisión de delitos en México, como si los mexicanos fueran inexpertos en esta materia. Después de tan mala recepción era fácil para mí introducir algunos cambios en este blog y quedar bien con Dios y con el diablo; sin embargo, no lo hice, porque después de todo la historia es cierta, porque no creo estar promocionando la crueldad hacia los felinos, y porque sin el cuento del gato el artículo pierde toda gracia.
Quizás lo peor que le puede pasar al propietario de un inmueble es que éste sea declarado monumento histórico. Lo que se supone debiera ser un honor por el que todos se pelearían, en la práctica constituye a menudo una tragedia para su dueño, quien por todos los medios tratará de convencer a las autoridades encargadas del patrimonio de una ciudad de revertir su decisión.
¿Por qué sucede esto? Porque la declaración patrimonial generalmente trata de una serie de prohibiciones para introducir cualquier cambio en la propiedad, el que de querer hacerse debe pasar por una serie de largos y engorrosos trámites. Por otro lado, y al menos a nivel latinoamericano, las instituciones encargadas del patrimonio de una nación generalmente son percibidas como organismos tipo perro del hortelano, que no comen ni dejan comer. En otras palabras, llenan de prohibiciones a los propietarios de inmuebles históricos, a quienes además les exigen que los mantengan de acuerdo a rigurosas normas, pero no les ayudan en absoluto a hacer esta tarea. Imposibilitados de realizar modificaciones que permitan obtener mayores beneficios económicos de sus inmuebles, y sin ayuda estatal, los dueños comúnmente dejan de invertir en sus propiedades. Por ello, no es raro que la declaración de una edificación como patrimonio histórico venga acompañada de un rápido deterioro de la misma y de su consiguiente depreciación. Así, un decreto que pretendía salvar un inmueble finalmente termina firmando su sentencia de muerte. Si no lo cree, es cosa de darse una vuelta por el centro histórico de la ciudad de México y apreciar el calamitoso estado en que se encuentran muchos de sus casi 1,400 inmuebles declarados patrimoniales.
En un panorama así, algunos propietarios prefieren tomar la ruta corta para resarcirse de las pérdidas económicas que la protección histórica acarrea consigo, y recurren al viejo truco de incendiar su propiedad, cobrar el seguro, y con ese dinero edificar lo que les venga en gana en el sitio vacío, libre ya de todo tipo de ataduras patrimoniales. El fenómeno es mucho más común de lo que uno podría pensar, y si el lector no lo cree puede teclear en Google “incendio edificio histórico”: se maravillará de la cantidad de entradas que encontrará, muchas más de las que esperaba.
Quien haga este ejercicio se asombrará también al ver que un gran porcentaje de las primeras entradas viene del mismo lugar, la ciudad de Valparaíso, Chile. Al igual que el centro histórico de la Ciudad de México, el casco histórico de este puerto también fue declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, básicamente por su arquitectura y traza urbana que hacen equilibrio en la escarpada pendiente de los cerros que miran al mar, bañándolos de un colorido que es difícil de encontrar en otras partes del mundo. El problema de Valparaíso radica en que en los últimos años se ha puesto de moda, siendo miles las personas que desean irse a vivir o trabajar en sus pintorescos cerros. Esto ha generado una presión inmobiliaria enorme sobre barrios enteros conformados por construcciones históricas que se encuentran en muy precarias condiciones, pero sobre las cuales pesa una serie de prohibiciones por parte de las instituciones encargadas de velar por el patrimonio arquitectónico que impiden o dificultan su remodelación, mantenimiento o transformación. En este escenario, y tal como se explicó anteriormente, muchos propietarios no resisten la tentación de recurrir a una técnica tan vieja como infalible: el gato kamikaze.
El gato kamikaze entra en acción
Las instrucciones son simples: agarre un gato cualquiera, de preferencia ágil y joven, amárrele un trapo remojado con gasolina en la cola, coloque toneladas de material inflamable al interior de su inmueble, encienda el trapo, y rápidamente tire al pobre felino por una ventana, que él hará el resto de manera muy rápida. El sistema, tan cruel como efectivo, ha permitido no sólo cobrar seguros durante muchos años, sino además deshacerse de una serie de edificaciones condenadas con anterioridad a una larga y penosa muerte. Claro que a veces el gato ni siquiera es necesario, porque con un poco de habilidad se puede producir fácilmente un cortocircuito aprovechando las añosas y a menudo defectuosas instalaciones eléctricas de los inmuebles.
Por supuesto que una buena legislación y una mejor administración de inmuebles históricos ayudarían a evitar la comisión de prácticas tan crueles como la anteriormente reseñada. El problema es que la mayoría de las veces las instituciones a cargo del patrimonio de una ciudad o nación rara vez tienen en cuenta los legítimos intereses de sus dueños de obtener una ganancia comercial con sus propiedades. Si un edificio histórico va a estar en manos de particulares, como sucede con varios miles en México, resulta lógico pensar que estos particulares actuarán motivados por el interés propio, y no por el beneficio gratuito que puedan brindar al resto de la sociedad. Pero las instituciones patrimoniales no entienden eso, y generalmente limitan su accionar a colocar una suerte de jaula legal a los inmuebles que impide hacer cualquier cosa en ellos, pero que tampoco facilita en absoluto su conservación. En este sentido, los gobiernos deben entender que sin apoyo o incentivos estatales, resulta muy difícil que los edificios históricos se mantengan en buenas condiciones. Este apoyo puede ser a través del aporte de fondos directos para el mantenimiento, de subsidios para la renovación urbana o de franquicias tributarias, que hagan atractivo para una persona el poseer y dar buen cuidado a un inmueble patrimonial.
Sólo como ejemplo, resulta claro que los 12 millones de pesos (alrededor de 900 mil dólares) invertidos por el Gobierno del Distrito Federal en 2007 para el mantenimiento de inmuebles históricos resultan insuficientes. Aunque haya ejemplos en contrario, pedir a los propietarios privados que cubran de su propio bolsillo la diferencia necesaria para conservarlos sin recibir un beneficio a cambio no es más que exigirle peras al olmo, aquí, en Valparaíso y en China.
Ya veo porque lo estaban acusando de maltrato animal. La verdad me gusto mucho el artículo, eso explica la situación de varios edificios en el D.F., lo del gato está muy loco, pero conociendo la gente y su necesidad por el dinero, no me parece tan raro.