Incomplete by design | Construir el espesor de la calle

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Bajopuente en Circuito Interior, Ciudad de México. Imagen: Rodrigo Díaz, julio 2018

Alejandro Aravena en gran medida gana el Pritzker por plantear una arquitectura a medio camino en el que el resultado final es obra conjunta del arquitecto, que establece los lineamientos de ocupación del terreno y las estructuras, y el usuario, que rellena estas estructuras de acuerdo a sus medios, intereses y gustos personales. Los proyectos de vivienda social de Elemental, limitados por presupuestos reducidos, se construyen a partir de un estricto criterio de priorización de los recursos disponibles. Bajo esta premisa, las familias reciben aquello que les resulta difícil procurarse por sus propios medios: un terreno urbanizado (mejor ubicado que la mayoría de los conjuntos de su tipo) y una casa que es poco más que una estructura habitable. Los acabados son de responsabilidad de los ocupantes. Las posibles ampliaciones, guiadas por una estructura de soporte que garantiza un adecuado comportamiento sísmico (tema fundamental en Chile), también. Incomplete by design llama Richard Sennett a esta aproximación, en la que el arquitecto -podríamos decir en un gesto de humildad- sacrifica el control total de su obra para permitir que ésta sea intervenida, y con ello apropiada, por quienes la habitan.

En estricto rigor, un paso sobre nivel difícilmente cae dentro de la categoría de incomplete by design, sencillamente porque rara vez se plantea como un proyecto cuyo alcance vaya más allá de la construcción de infraestructura orientada a acelerar desplazamientos motorizados. De acuerdo con esta aproximación exclusivamente ingenieril, lo que pasa debajo de la losa de hormigón armado se incorpora rápidamente al inventario del espacio residual de una ciudad, cuyo destino difícilmente escapará al de ser basural, depósito de chatarra, baño de emergencia, motel de bajo costo, o techo para los sin techo. Si los usos son muy indeseados, entonces se procede a cerrar y declarar la superficie tierra de nadie para extirparlos de raíz. En el contexto de las grandes metrópolis, donde el suelo es un bien en extremo escaso, y por lo tanto valioso, esto es simple despilfarro. 

En la ciudad no existen espacios malos; lo que hay son malos arquitectos, malos urbanistas, que no saben aprovechar las oportunidades que se les presentan. Bajo esta perspectiva, entender un puente como un diseño incompleto permite imaginarlo como una calle con espesor en el que hay una cubierta ganada para el desarrollo de múltiples actividades bajo ella, que vayan más allá de la mitigación de potenciales peligros o usos de escaso valor o interés. Valga el ejemplo del programa de rescate de bajopuentes de la Ciudad de México, que comenzó como una tímida iniciativa para mejorar las condiciones de seguridad de espacios altamente utilizados pero considerados de alto riesgo, y que al poco tiempo se transformó en algo más parecido a un programa de creación de espacios públicos propios del habitar en la densidad urbana. Ya no son sólo lugares de paso: la existencia de una nutrida variedad de locales comerciales, restaurantes y servicios ha alentado la aparición de actividades estacionarias (tomar un café, un helado, fumar un cigarrillo), que a su vez aumentan la percepción de seguridad en áreas hasta hace poco tremendamente hostiles con quien se aventuraba en ellas. A su vez, la llegada de nuevos usuarios ha obligado a mejorar la accesibilidad a los espacios descubiertos y conquistados: cruces seguros, convenientemente señalizados y semaforizados, ayudan también a pacificar entornos originalmente concebidos a la medida y necesidades de modos motorizados.

Comer o comprar debajo de un puente vehicular puede que no sea tan grato como hacerlo frente a un parque o en una calle de anchas aceras, pero ha demostrado ser una opción válida en el día a día, cuando el habitante citadino prioriza la rapidez y la conveniencia. Es cierto, las sombras permanecen, pero con un buen diseño se pueden mitigar ruidos y posibles malos olores. En este sentido, el éxito de ocupaciones así radica en gran medida en la creación de barreras -vegetación, mobiliario- que aíslen a los usuarios de la velocidad de los automóviles con los que se comparte espacio.

No hay ciudad que sea inmune a los espacios residuales. Estos se encuentran por doquier junto o bajo autopistas, vías férreas, o líneas de alta tensión. El ideal es plantear la infraestructura de manera simultánea con usos y espacios públicos cuyo diseño contribuya a mitigar impactos negativos. Pero cuando la infraestructura ya está construida, y por costo o consideraciones técnicas no es posible eliminar estos espacios residuales, entonces lo que cabe es mirarlos desde otra perspectiva, descubriendo las oportunidades que secretamente pueden ofrecer. Ahí es cuando el residuo se convierte en espacio público, la sombra en protección. 

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