El Chancho Lorenzo y su valor patrimonial

Testigo privilegiado de los planchazos a la altura de la medallita del Camión López, de las milagrosas tapadas de Oscar Gualdoni, de más de un desafortunado autogol de Sotovic¹, y de las celebraciones en el barro del paraguayo Domingo Arévalos, el Chancho Lorenzo puede que no vuelva a gozar de las lluviosas jornadas futboleras de Puerto Montt.

Situado a un costado del pórtico norte del estadio Chinquihue, la gorda y rosada figura de la legendaria mascota de las cecinas Llanquihue vive su propio camino al matadero en el proceso de remodelación que está experimentando el coliseo de Avenida Pacheco Altamirano, un proyecto que pretende transformar el viejo estadio de tablones en un moderno recinto dotado de todas las comodidades necesarias para que el aficionado goce en propiedad de un partido jugado en un clima que es particularmente hostil hacia la práctica del más hermoso de los deportes. En un contexto así, donde lo único que queda del antiguo recinto es la maravillosa vista al canal de Tenglo, la rechoncha imagen de Lorenzo parece no tener cabida, como que su tosca piel de algo parecido a papel maché no hace mucho juego con el sofisticado revestimiento desarrollado por Hunter Douglas que cubrirá las tribunas, el cual al ser perforado permite el paso del aire a través suyo, ofreciendo la posibilidad de ser retroiluminado de noche.

¿Es justa la desaparición del porcino en aras de la modernidad? ¿Acaso no puede convivir su rosada figura de desfile pobre con la renovada imagen del Chinquihue? Si estuviéramos hablando del Real Madrid, del Manchester United o del Bayern Munchen probablemente la respuesta sería un no rotundo, pero el caso en comento es el de la casa de Deportes Puerto Montt, un equipo más que habituado a vivir las miserias del fútbol de los potreros, barriales donde la figura de un cerdo resulta más que apropiada.

La hinchada de una institución tan linajuda como los Boston Red Sox se ha opuesto tenazmente a la construcción de un nuevo estadio que reemplace al viejo y pequeño Fenway Park, a pesar de que esta decisión se traduce en que las entradas allí sean las más caras de la liga de béisbol norteamericano. En este caso la decisión no responde a los dictados de la razón pura, sino al inexplicable amor que se siente por los símbolos de la pasión deportiva. Lo mismo sucede con el Chancho Lorenzo, una imagen cuyo valor va mucho más allá de su discutible dimensión estética, y que nos recuerda que finalmente las cosas adquieren su carácter patrimonial no tanto por su mérito artístico o constructivo, sino por la valoración que de ellas hace la comunidad. Importa poco que el cerdo en cuestión no sea muy agraciado, o que su figura no responda a los cánones tradicionales de la alta cultura, que lo que vale es que durante dos décadas se ha transformado en el símbolo de un equipo y una ciudad, algo que pocos monumentos pueden decir por esos lados (lo mismo cuenta para otro ícono del deporte chileno, el pilucho del Nacional, escultura cuyo peso en la memoria colectiva de los aficionados es mucho mayor a su valor artístico).   

Crecí viendo un fútbol jugado en canchas con tierra en las áreas, marcadores de palo, redes con hoyos y perros cruzando el campo de juego. Es cierto, era un espectáculo quizás tercermundista, pero me gustaba mucho más que el ultra comercializado negocio deportivo de hoy. El Chancho Lorenzo probablemente sea uno de los últimos vestigios de ese fútbol chileno del ayer, el del cañoncito de Naval (¿existirá todavía?), los arqueros con bigote, y los gritos amplificados por el megáfono de la de la señora Zunilda en Iquique. Preservar a Lorenzo es antes que nada un homenaje a un fútbol que ya no volverá, un fútbol que no estaba secuestrado por las barras bravas ni los hombres del maletín, un fútbol que con toda propiedad ostentaba el título de ser la más importante de las cosas poco importantes de esta vida.


¹Mauricio Soto es un recordado lateral izquierdo que debe el apodo de Sotovic al terrible partido que protagonizó en la jornada inaugural del Mundial Juvenil del ´87, donde embocó un gol en propia puerta y dejó otro servido a los temibles yugoslavos de aquel entonces (Suker, Prosinecki, Boban, entre otros), a la postre ganadores del certamen.

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