Automóviles autónomos: ¿estúpida congestión inteligente?

Retrofuturismo

Postal del futuro leída la semana pasada en Wired:

Lyft, gigante de la movilidad privada pero compartida basada en plataformas tecnológicas, se asocia con Magna, gigante canadiense de la fabricación de componentes automotrices, para desarrollar en conjunto un sistema operativo de conducción autónoma que podrá incorporarse a los modelos de cualquier fabricante de vehículos. Plug and play. No se trata solamente de aportar el software que moverá la industria automotriz en las próximas décadas, sino de tomar el liderazgo en servicios de movilidad compartida que prescindirán de los costos y riesgos asociados a conductores de carne y hueso (escribo esto un par de días después de que un prototipo de automóvil autónomo de Uber atropellara a una mujer en Arizona, cobrando la primera víctima fatal ajena a los pasajeros de un vehículo sin conducción humana).

La idea de Lyft es más o menos sencilla: ofrecer servicios de  movilidad flexibles y seguros a la medida de una población que en un futuro cercano –digamos unos 20 años más, si no antes- no requerirá ser dueña de un automóvil para satisfacer sus necesidades de movilidad, o bien brindar la posibilidad a los dueños de vehículos autónomos de ofrecer servicios de movilidad compartida en aquellos momentos en que no los ocupen en sus actividades diarias, tal como sucede hoy, pero sin necesidad de que haya alguien despierto a punta de Red Bull detrás del volante.

Postal de un futuro posiblemente real:

Familia con niños que vive en un suburbio. Son poseedores de un automóvil autónomo, ya que los servicios compartidos disponibles no llenan sus expectativas de calidad, les resultan caros, o no satisfacen adecuadamente sus necesidades diarias de viaje (una cosa es Uber en el centro y otra en las periferias distantes). Temprano en la mañana programan su vehículo para ir a dejar a los niños a la escuela, luego a la mamá a la oficina y posteriormente al papá a su trabajo. El auto no posee volante, no es necesario. Durante el viaje, los niños van haciendo sus tareas, mientras la mamá adelanta algo de trabajo. El papá aprovecha de mirarse los párpados por dentro por un rato. Van tranquilos: con la automatización desaparecen los riesgos asociados a conductores cansados, distraídos, agresivos o bajo la influencia del alcohol. Al funcionar en red con los otros automóviles y con la infraestructura vial (internet de las cosas que le llaman), su vehículo elige rutas y velocidades orientadas a optimizar tiempos de traslado y a hacer un uso más eficiente de la red de calles. Una vez que el automóvil llega a su último destino, el papá lo programa para que lo pase a buscar a él, los niños y la mamá a determinada hora. Sin embargo, y en vez de estacionarlo, procede a activarlo en modo Lyft (o Uber, o Cabify, si todavía existen en 20 años más), lo que, aparte de ahorrarle la molestia y posible costo del estacionamiento, le permite generar algunos pesos extra. Al llegar a la casa repetirá la operación: su auto funcionará toda la noche al servicio de una compañía de movilidad compartida, hasta que obedientemente regrese a la casa a eso de las siete de la mañana para pasar a buscar a sus dueños y repartirlos en sus respectivos trabajos y escuela.

Sí, lo que acabo de describir hoy es perfectamente posible gracias a Uber, Cabifý, Lyft y similares, pero requiere de los servicios de un chofer, y con ello los costos y riesgos asociados a éste. Al automatizarse la conducción, este costo y probables inconvenientes desaparecen. En la práctica, podremos tener nuestros automóviles circulando el 100% de la semana, ya sea moviéndonos a nosotros o generando ingresos al mover a otros. Mientras el beneficio económico de ponerse al servicio de Lyft, Uber o cualquier otra plataforma similar sea mayor al costo, cualquier persona que actúe de manera más o menos racional hará lo anteriormente descrito. Gran beneficio individual, pero enorme problema colectivo.

Aplicando un filtro pesimista a los ojos de hoy, la movilidad inteligente puede resultar bastante estúpida. La teoría dice que los automóviles autónomos, al funcionar en red, podrán programarse para buscar óptimos colectivos en vez de beneficios individuales. Cierto, pero si no se regula su uso, podremos fácilmente acabar con una congestión igual o peor a la que la que la tecnología pretendía combatir. Si hoy las ciudades se mueven -lento pero se mueven- es porque no todos los automóviles disponibles circulan al mismo tiempo. Si lo hicieran, y eso es lo que describo en la segunda postal del futuro posiblemente real, no va a haber tecnología ni calles suficientes que nos salven de una congestión infinita, en la que el tráfico será una permanente y eterna hora punta.

No, no soy un ludita[1] de la movilidad. En absoluto. Soy un firme creyente en los beneficios del desarrollo de vehículos autónomos, siempre y cuando éste vaya acompañado de políticas públicas orientadas a disminuir tiempos de viaje, a mejorar las condiciones de convivencia de todos los usuarios de la vía, a reducir la cantidad de víctimas de choques y atropellos, a mejorar la calidad del aire, y a hacer de la calle un lugar más grato, en el que la optimización del uso de la infraestructura se traduzca en mejores aceras, más parques y plazas, más árboles, y más comercio local. Bien orientados, los vehículos autónomos pueden ser un gran aporte a nuestras ciudades, pero para ello el esfuerzo e iniciativa de la industria debe ir de la mano de una visión de largo plazo que anticipe posibles efectos negativos y canalice virtuosamente las enormes potencialidades del desarrollo tecnológico.

[1] Los luditas (o ludditas) eran trabajadores de la industria textil que se dedicaban a destrozar maquinarias en los albores de la revolución industrial como una manera de conservar sus trabajos. El término proviene del tejedor Ned Ludd, quien era una suerte de líder gremial de la época. Hoy el término se ocupa para designar a aquellas personas que manifiestan profunda aversión al avance tecnológico.